En los días anteriores deberíamos haber tenido tiempo de
contratar una excursión a la bahía de Phang Nga. Queremos bañarnos en
la playa frente a la isla de James Bond y hacer una travesía en kayak
por las cuevas de las formaciones cársticas tan características de este
lugar.
Los lugares marcados en el mapa son:
1- Embarcadero 2- Koh Panyee (Aldea flotante) 3- Koh Tapu (Isla de James Bond)
Después
El viaje se acaba, pero aún nos queda un día muy
prometedor: hoy. Mañana ya formará parte del proceso de regreso.
Desayunamos en el buffet y esperamos que nos pasen a buscar
junto
a otra pareja de holandeses hospedados en el mismo hotel. Puntuales, a
las 8:00h tenemos el minibús con la guía, somos los últimos y tenemos
reservados los asientos del final. La guía intenta amenizarnos las dos
horas de camino contándonos curiosidades de Tailandia y luego, más
concretamente, de la zona. Cuando repasa las nacionalidades de cada uno
del grupo (somos unas 15 personas) nos toca vivir el triunfalismo de
ser campeones del mundo, aunque no es que yo haya ayudado mucho a
conseguirlo.
Poco después de las 10:00h hemos
entrado en el parque nacional de Phang Nga y nos encontramos frente a
un embarcadero con una nueva especie de embarcación que vendría a ser
al long tail lo que el autocar al coche. El paisaje está dominado por
un ancho río entre tierras planas que desbordan vegetación tropical
sobre las aguas, pero a lo lejos, en todas direcciones, sobresalen
enormes formaciones rocosas. No nos sorprende, dado que es lo que
esperamos de este lugar.
Hacia allí se dirige la barca, cuyo motor
dificulta las esporádicas explicaciones de la guía. No necesitamos que
nos distraigan, el paisaje en el que nos adentramos, tan diferente al
que entendemos como familiar, nos entretiene lo suficiente. El manglar
puede verse con claridad en la orilla más cercana, con esa densa
vegetación que sólo la proximidad permite ver que sale directamente del
agua. En la otra orilla el terreno se alza alcanzando formas
imposibles. En la foto de la derecha tenemos la cabeza de un animal,
asomando las orejas.
Conforme vamos llegando a lo que parece un gran
ensanchamiento del río, ¿o será ya la bahía?, el paisaje va siendo
dominado por una colosal roca que surge desde el centro del agua. Las
explicaciones de nuestra guía giran en torno a ella y, sobre todo, a la
aldea que ha sido construida por unos inmigrantes musulmanes
malayos bajo su protección: Koh Panyee. Es un pueblo flotante
cuya visión nos fascina
mientras lo pasamos de largo, con la promesa de que volveremos más
tarde a visitarlo, ya que hoy comeremos en él.
Continuamos por lo que de río ha pasado a ser una
gran superficie de agua salpicada de promontorios rocosos. Mientras nos
acercamos a uno de esos promontorios comenzamos a distinguir que atrae
la atención de las visitas en forma de lanchas en su embarcadero. La
primera parada es también la visita más destacada del día: lo que
ellos llaman la isla James Bond, pero que en realidad tiene el nombre
de Koh Tapu.
Sabemos que la estampa más famosa de Phang Nga e
incluso de la zona costera tailandesa está aquí, pero aún no la vemos.
Hemos desembarcado en un pequeñísimo muelle en el costado de una cala y
enfrente tenemos las paredes de roca caliza cuya base
está tapada por las tiendas de souvenirs. No se puede
uno perder: sólo hay un camino en el centro por el que va y viene la
gente. Pasamos por un espectacular corte de roca en un plano perfecto,
tanto que no parece natural. Al otro lado del camino aparece, tras una
pequeña playa llena de turistas fotografiándose, la imagen que veníamos
buscando. Nos unimos a ellos con nuestras fotos, pero en cuanto veo que
algunos se están bañando no me lo pienso dos veces y nado hasta esa
roca que parece aguantarse por arte de magia.
Esa pequeña playa también está repleta de ofertas
de recuerdos y llenamos el resto de la visita a través de un camino,
que comienza en unas escaleras de la izquierda, que da la vuelta a esta
pequeña isla y donde se pueden obtener nuevas perspectivas de la roca
que nos ha traído aquí, y donde hacemos la foto de la izquierda.
De nuevo en nuestra barca,
nos alejamos de este
lugar por entre el parque natural a lo que parece una zona más salvaje
y aislada hasta que nos aparece una plataforma flotante de la que salen
y llegan canoas de colores chillones.
A los que no escogieron esta opción se la vuelven
a ofrecer ahora. Un grupo de cuatro franceses han decidido que pasan de
esta historia y se quedan en el bar de esa plataforma. A nosotros nos
aconsejan poner todo lo de valor en una bolsa de plástico que pretende
hacer de impermeabilizador. Dejamos el calzado en la plataforma más
baja desde donde subirnos a la canoa y entre una enorme población de
todos los tipos de sandalias y bambas. El niño que conduce la nuestra
nos ayuda a colocarnos, y por conducir me refiero a remar. Pocos
minutos después de haber llegado a este lugar ya estamos en nuestra
canoa, suficientemente larga como para que podamos estirarnos los tres,
algo que no sabía que tendríamos que hacer varias veces para llegar a
las sorpresas que atesoran estas empinadas islas en su interior. Sin
duda alguna es lo mejor de la excursión de hoy. Para muestra, un botón
(el del Play de este video, concretamente):
La frikada es pasar por el túnel más grande que
hay y
encontrarse una lancha que es una tienda de cocos. El niño que nos
llevaba nos preguntaba constantemente si nos lo pasábamos bien y
siempre asentíamos. Tras un rato, nos pregunta si queremos bañarnos y
yo le respondo que sí inmediatamente. Parece que tiene preparado un
rato diferente off de tour: nos lleva a una zona de manglar y
me deja fumar, pidiéndome un cigarro a cambio. Allí podemos
pegarnos
un chapuzón en un entorno tan espectacular como el de la segunda foto de abajo y con un agua estupenda.
Cuando inicia el retorno y los cigarros se están acabando de
consumir le ofrezco el botellín de agua que uso de cenicero, pero él
prefiere tirarlo al río. Esa podría ser la única nota triste del día.
Cuando nos dirigimos hacia la plataforma donde nos ha de dejar nos pide
propina e insiste en que no lo vean desde allí. Yo le doy 20 Baht y
alego que no he traído más porque lo tenía todo pagado ante su
insistencia de que quería más. En realidad, el detalle del cigarro creo
que es el tipo de acciones que no deben incentivarse.
Nuestra barca inicia la vuelta al punto de origen, donde nos
espera el minibús que nos ha traído, pero hay una parada
prevista a
mitad de camino: la aldea flotante de Koh Panyee.
Llegamos con el
único medio que permite acceder a ese originalísimo lugar y caminamos
sobre ese suelo que flota sobre las aguas artificialmente en
la zona de
muelles, donde también vemos varios artilugios de pesca. Las
larguísimas mesas están preparadas ahí mismo, en una enorme terraza
techada y hay varios grupos comiendo ya. Nosotros nos sentamos en una
mesa redonda. Mientras como mi sopa noto como unas lágrimas resbalan
por mi cara, es por el picante, pero como me encantan estas cosas,
repito. El plato principal no es boyante, pero suficiente, con su
típica ración de arroz blanco. Conforme la gente va acabando se levanta
de la mesa para visitar ese curioso lugar. Nosotros nos paramos en las
primeras tiendas y de tanto regatear sólo nos da tiempo a asomarnos por
esas estrechas calles que hacen olvidar sus frágiles cimientos.
Es el momento de volver al minibús y comenzar el retorno al
hotel, pero aún quedan dos paradas, ya fuera del parque nacional. La
primera es en el templo de los monos, donde la guía nos asegura que, a
diferencia de los monos salvajes que nos hayamos podido encontrar por
ahí, éstos son muy pacíficos y están acostumbrados a la comida que le
dan los turistas, aunque no debemos olvidarnos de su tendencia a
apropiarse de lo ajeno.
Al salir nos topamos con un
recinto tipo parque, con unos árboles y bancos a la derecha y unos
puestos de plátanos a la izquierda, en frente, una vetusta puerta azul
anuncia la entrada al templo en las entrañas de la montaña que tenemos
delante, cubierta completamente de jungla. Pero ningún mono.
Entramos a lo que es una caverna decorada con motivos
religiosos
entre los que destaca un gran buda recostado. Un sonido dirige mi
atención al oscuro techo, pero no logro ver nada. Sólo al hacer una
foto con flash puedo confirmar mis sospechas de que ese techo está
atestado de murciélagos.
El templo se visita sobradamente en cinco minutos y volvemos
a
salir cuando uno de los que van con nosotros nos anuncia que hay un
mono fuera. Y así es, pobre. Como es el único macaco todo el mundo posa
con él. Está sobre uno de los árboles de la entrada, a una altura tan
baja que permite poner la cabeza junto a él para la foto. Y durante un
rato estamos
convencidos de que eso será todo y que nuestra visita al templo de los
monos es un fiasco porque nos falta la última parte del nombre. Aunque
la realidad es que ya habíamos tenido nuestras experiencias con este
tipo de macacos. Sin embargo, nuestra resignación está a punto de
desaparecer.
Una pareja compra plátanos para
ofrecérselos al amigable mono que se ha erigido en centro de atención
de todos los
turistas, pero ese hecho ha iniciado un leve movimiento en la jungla
que hay sobre el templo. Poco a poco vamos viendo algún que otro mono
bajando con soltura por las lianas y la enrevesada vegetación de
alrededor del templo, justo en el lugar de la foto de la izquierda.
Conforme la vista se va acostumbrando a
distinguirlos vamos viendo más, hasta que realmente parece una
revolución y, como no, acaban llegando abajo. Hay más compras de
plátanos y los monos comienzan a recogerlos de las manos de los
turistas. Nosotros nos unimos a ellos, 100 Baht la bolsa de pequeñas
bananas es cara para un mercado, pero es la atracción de este lugar.
Los monos se atiborran y nosotros nos empeñamos en hacernos
una
foto dándole un plátano a uno de ellos. Pero eso es más difícil de
hacer que de explicar, ya que estos animales se acercan con cautela
hasta tener su objetivo a la distancia adecuada y luego, con dos
movimientos rapidísimos, te cogen el plátano y salen disparados. Son
casi tan rápidos como el ojo y mucho más que la cámara. Uno de ellos le
roba la bolsa a Eva y otro se lleva casi todo el plátano que me
quedaba, dejándome la punta.
La solución: sujetar fuerte lo que queda del plátano y no
permitir que se lo lleven hasta que tenga la foto. El resultado: el de
la foto de la izquierda, con una cría peleándose por llevarse su botín.
Satisfechos con la experiencia retornamos a nuestro vehículo
para
la última de las visitas: unas cascadas donde nos podremos bañar (otra
vez, diría yo).
Cuando llegamos estamos solos en el
lugar, es básicamente jungla con dos grandes cabañas de madera para
ofrecer los típicos servicios a los visitantes: aseos, bar, tienda de
recuerdos, etc... Antes de ver ningún agua, se nos aparece un panel con
las fotos de los diferentes niveles de cascadas, muy al estilo de
Erawan, pero mucho menos espectaculares. Y como en Erawan, vemos la uno
y la dos, pero como quiera que la gente sigue subiendo, nos volvemos a
la uno para disfrutar de un baño solos. El agua es la más fría en la
que me he bañado en Tailandia. Me hago la foto de la derecha
despidiéndome porque,
a partir de mañana, comienza la vuelta a casa, con una parada
en Bangkok para acabar de hacer las compras.
Así que el corto trayecto que queda al hotel lo pasamos
ensimismados. Nos despedimos de nuestros compañeros de excursión, ya que
nos dejan los primeros, y nos tumbamos un rato en la cama descansando y
esperando a que anochezca. Hoy cenaremos fuera, aunque la velada de
Moay Thai ya la rechazamos ayer, la verdad es que nos hubiera dado
tiempo de sobras.
El tuk tuk del hotel nos lleva al
restaurante Pakarang, enfrente de la playa Nopparat Thara y recomendado
por el conductor, al que ya conocemos. Quedamos en que cuando acabemos,
los del restaurante se encargarán de llamarle. Nos parece caro para los
estándares de la zona, así que, como estamos al final del viaje y nos
queda el grueso de las compras, pedimos modestamente un par de pinchos
de marisco, que hemos visto de oferta, y un plato principal cada uno,
pero consiguiendo que la cuenta no supere los 800 Baht.
Sólo queda descansar de un largo y maravilloso
día. La excursión a Phang Nga es sin duda alguna un imperdible.